La Taverne Canaille
Ya iba siendo hora de que hablase de un restaurante y no quería que el primero fuese uno cualquiera. Y no, no lo es por muchos motivos. Será todo un reto resumirlo y sintetizarlo en una lectura de tres minutos, pero vamos allá.
Si os hablo del Haddock pensaréis enseguida en Tintín. Es imposible disociar al gran capitán del periodista más famoso del mundo de las historietas. En este caso, no hablamos de comics sino de uno de esos templos de la cocina que vale la pena visitar de vez en cuando.
El Haddock, la taverne canaille, podemos definirlo como un restaurante, club, garito, tugurio o taverna. Cuando cruzas su puerta de la calle Valencia, en Barcelona, se te abre un mundo que no te deja indiferente. La relación del propietario con el mundo del jazz está muy presente en cada rincón, así como su afición a la literatura francesa. El apodo canaille bebe de estos escritores franceses “malditos” que Jorge ha devorado durante tantos años: Baudelaire, Rimbaud, Corbierè, Boris Vian… amantes de excesos terrenales que destilan esa aurea del enfant terrible “malote” pero irresistible a la vez. Dandismo bohemio que impregna cada muro de este restaurante. De un modo u otro, te das cuenta de que estás en un sitio especial, de que allí sucederá algo grande, de que vas a vivir una experiencia distinta en todos los sentidos. Personalmente, me evoca a otras épocas, me imagino que estoy en una especie de club privado con platos y bebidas prohibidas (en plena ley seca) donde la membresía está muy acotada. De vuelta a la realidad, tomo asiento y disfruto del espectáculo.
Hablemos de comida. Un restaurante que para picar, en vez de aceitunas, fuet o mantequilla te ponen unas hojas de lechuga verdes y tiesas (que pocas horas antes estaban plantadas en cualquier huerto cerca de Barcelona), se merece un aplauso. Esto es lo que pasa en el Haddock, cocina de mercado auténtica, sin florituras ni aspavientos, sin trampa ni cartón. Producto de primera, cocinado de maravilla. Aunque su especialidad es la “escudella i carn d’olla” que sirven los viernes (tienes que invocar a tu virgen de cabecera para encontrar mesa), el resto de la carta está a la altura, y qué altura. Da igual que pidas un revuelto de setas, callos, macarrones de la tía Enriqueta o un pescado salvaje. El otro día, sin ir más lejos, comí una sepia con albóndigas que provocó que casi me explotase el lagrimal. Una sepia en su punto, que se deshacía en la boca, y unas albóndigas que tenían la forma de las manos del cocinero. Esos platos que no sabes si comerlos con la cuchara, con cuchillo y tenedor o, directamente, a rebanadas de pan (qué pan) haciendo montañitas. Pura fantasía, un “mar i muntanya” que resucitaría a Josep Pla del más allá.
Y cuando esperas que la tía Enriqueta o la abuela de la familia salga de la cocina, se te planta en medio de la sala un tiarrón de casi dos metros, con barba, al que tienes ganas de cantarle a coro: “Oh capitán, mi capitán”. Si Franc no existiera, habría que inventarlo. La rencarnación de Haddock vive y trabaja de cocinero en Barcelona. Cuando tienes la suerte de conocerlo, te das cuenta de que detrás de ese corpachón tiene un corazón que no le cabe dentro. Franc Monrabà, discípulo de Santi Santamaría (y de otras primeras espadas del mundo gastronómico), podría llevar una (o más estrellas) en su solapa. Es una especie de suerte, o milagro, que disfrutemos de sus platos en este local “semi” escondido en el eixample barcelonés. Él es el responsable de esta cocina de toda la vida, honesta, que te reconcilia con la buena mesa.
El Haddock está de dulce, últimamente no paran de publicar artículos, reportajes y entrevistas en los medios hablando de sus virtudes y encantos. Cuando tienes un sitio fetiche, que te gustaría guardar en un cierto secretismo, temes que muera de éxito, que la fama y el bombo y platillo les aleje de su esencia y autenticidad. Por fortuna, cuando conoces a la familia Morgó, propietaria del local, te das cuenta de que esto no pasará. Jorge, patrón en la sombra con alma de jazz y energía de gimnasta de los Balcanes, vela por el legado. Paula, su hija, es la que pone cordura y “seny” en este negocio que a veces puede convertirse en el camarote de los hermanos Marx.
Como decía al principio, un local que no es uno cualquiera. Muchos motivos me unen a él. Amistad con la familia, recuerdos que me conectan a la cocina del restaurante de mi padre, su ambiente bohemio semi clandestino y su relación con el mundo tintinesco. Como diría el capitán: “¡Mil millones de rayos y centellas, larga vida al Haddock!”.